Salida del “cole” corriendo y a empujones (mas que corriendo, volando), tardes de pantalón corto (¡como odiaba esos pantalones! No servían para jugar de portero… te despellejabas las rodillas), cambio de cromos de fútbol -“¡por fin he conseguido del mayor portero de todos los tiempos, el gran Iribar!, me ha costado todo el taco de “repes” ¡Qué tesoro!”- , merienda de pan con chocolate (estoy seguro que el “bollicao” de hoy no supera aquella sensación). Por fin, lo que estábamos todos esperando con ansia: llegaba el dueño del balón (casi siempre era el mismo), partidazo de fútbol con los amigos (en la que el gordito iba a la portería… o sea yo). Aquellas porterías pintadas malamente por nosotros con tiza y pintura en las paredes del frontón del pueblo que provocaban interminables discusiones, de… si había sido gol o no, con algún que otro agarrón por la pechera de un contrario, cuando protestaba airadamente que el balón había ido fuera, -¡pero hombre, aun quedaba la marca del balón!-.
Tardes de despejes de puño, patadas, maldiciones y caídas en el duro cemento, que donde más dolían eran en tu maltrecho orgullo, ya que a pesar de la magnífica y plástica estirada, no habías podido evitar que el balón golpeara en la pared del frontón… pero esta vez dentro del marco pintado a modo de portería (desesperación). Donde cada tres “córner” era penalti, para lucimiento propio si conseguías atajarlo. Donde como siempre el “chupón” del equipo nunca soltaba el balón, para desesperación de sus compañeros. “¡Vamos pásala ya, o por lo menos chuta!” Las paredes se hacían así, rebotando contra la pared. Y donde los más pequeños, que por supuesto no jugaban, nos miraban atónitos y boquiabiertos. Y nos gustaba imaginar (a mi por lo menos) que éramos sus ídolos.
En aquellos lances te crecías y te imaginabas con la equipación completa del Athletic… de negro riguroso… como mandan los cánones… dejando solo como recuerdo de los colores de tu equipo…las medias rojiblancas, como “El Txopo.
Tardes enteras intentando imitar sus movimientos, sus gestos, pero sobre todo aquel saque poderoso con la mano, mas allá de medio campo, aparente sin esfuerzo apenas. Nunca lo logré, claro, Iribar es mucho Iribar, y además como la canción: “¡Iribar es cojonudo!”
En fin… tardes de ropa sucia, sudores, moratones y algún que otro pescozón donado “cariñosamente” por tu madre cuando llegabas a casa… tarde… con los deberes sin hacer y con el pantalón descosido o roto y la camisa hecha jirones. Eso sí… con la satisfacción de haber librado la batalla más importante de tu vida.
Después mientras te obligaban a bañarte para quitar la mugre de manos y rodillas… con una sonrisa evocabas entonces esa buena intervención, esa parada increíble, espectacular (al menos eso me pareció). Con la cara aun roja por el sofocón, pensabas para ti: “los moratones, la ropa, la regañina de tu madre ¡qué más da! Ha merecido la pena, ¡hemos ganado el partido!”
Un rato más tarde cena y a la cama. A pensar en las paradas de mañana, que serán aun mejores, eso seguro (los porteros nos superamos). -“Tengo que hacerme con unos guantes de futbol, el balón cada día pica más, y de paso con unas rodilleras, el suelo también pica y sobre todo raspa…” -. Y al final un poco antes de dormir, contemplas incrédulo y con la misma sonrisa bobalicona de antes… el cromo inmaculado de Iribar.
Espero que todo esto no descubra demasiado mi edad, pero… ¡Qué maravilla de tardes
Kano para Fútbol Balear
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